📝La mamá de Carlitos
Hay historias que nos atraviesan en el momento menos pensado. Y como en las peleas callejeras, el que golpea primero, golpea más fuerte.
Hay historias que nos atraviesan en el momento menos pensado. Y como en las peleas callejeras, el que golpea primero, golpea más fuerte.
Porque te toman así, de sorpresa.
Con la guardia baja y sin la indiferencia con la que nos vestimos todos los días las personas que vivimos en esta isla rodeada de tierra, dominada por el narcotráfico y el lavado de dinero.
Esta historia me encontró así. De sorpresa, sin avisar y en bóxer.
Por aquellos años vivía con mis padres en San Lorenzo, una ciudad olvidada por dios y en decadencia, resultado de décadas de gobiernos municipales indiferentes a sus ciudadanos de a pie, como Carlitos, el causante de toda esta historia.
Ese día me levanté temprano. Trabajaba haciendo comunicación política y una de mis funciones era hacer social listening, en otras palabras, revisaba el chisme de Twitter y veía cuál era el escándalo nuestro de cada día.
Vivir en Paraguay, siendo de clase trabajadora, es una experiencia salvaje, compleja y a veces, contradictoria.
Las noticias eran las mismas de siempre: Ladrones de guantes blancos llevándose el país en carretilla y a plena luz del día.
Empresarios "exitosos", que estaban prosperando gracias a las tierras mal habidas que recibieron sus padres en época de dictadura.
Mujeres asesinadas por sus parejas y cargadas con la culpa, incluso estando muertas.
Gente denunciando haber sufrido discriminación: Por su color de piel, por su orientación sexual. Discriminación por todo.
Discriminar es un deporte nacional del que nadie habla.
Entre ese mar de noticias comunes, una llamó mi atención. Volví para atrás. La noticia decía algo así como: "Motosicarios matan a joven en San Lorenzo. No se descarta que sea un crimen pasional".
En Paraguay, cualquier asesinato que no quiere ser investigado o que quiere ser cerrado rápidamente, es catalogado como crimen pasional.
Una práctica usual desde la época de dictadura. Googlée el lector el caso Joelito Filartiga.
Volviendo a la historia:
Entre todo el humo de las noticias, lo que de verdad llamó mi atención fue en el lugar donde ocurrió el asesinato.
La noticia decía: "El joven fue asesinado durante la noche ...en el barrio San José de San Lorenzo."
San José, era mi barrio de toda la vida.
En ese barrio tuve mi primer y último “moquete”, una pelea con escupitajo incluido. También tuve mi primer beso con una chica que escribía poesía.
En ese barrio fui a mi primera fiesta de quince años. A la cual no fui invitado, pero en donde llegamos en patota, porque el primo de la quinceañera le agregó un cero de más a su invitación y el válido pasó de 1 invitado a 10, de un plumazo. Brillante jugada.
La calle de mi casa, un empedrado muy bien hecho, me vio ir y venir a la despensa. Me vio jugando. Me vio limpiando solo y acompañado por los vecinos, gente muy buena y trabajadora.
Sobre esa misma calle empedrada escuché la frase “el éxito de tu vecino es tu éxito”, de la boca de una vecina nueva que era gerente de un banco.
Esa calle fue mi segunda escuela, hasta ahora la más útil.
Esa calle me vio aprender a andar en bicicleta, sobre la vereda de la familia Figueredo, la casa más linda de la cuadra. La única que tenía una vereda inclusiva en ese entonces.
También me vio ir y venir llevando leña, carbón, leche en ollas y una TV que empeñaron mis abuelos y que después retiraron.
Yo era el encargado del transporte, de a pie o en bicicleta.
En general, en San José la vida transcurría así. En la calle. Porque era un barrio seguro, donde todos los vecinos nos conocíamos. Hasta una vez cerramos la calle para celebrar navidad en familia.
Claro, no todo fue color de rosas.
Así como en la vida, también hubo momentos muy desagradables: Hurtos menores. Personas desalojadas a los gritos y con ollas volando.
Perros atropellados, gatos envenenados y gente de mierda que venían (vienen) a tirar sus bolsas de basura frente a un murallón blanco, donde cada 5 años, los aspirantes a cargados electivos, hacen sus pintatas vacías de promesas.
Lo que nunca creí que pasaría fue que mataran a alguien a balazos.
Esa mañana me bajé en bóxer, medio dormido y con curiosidad de saber en qué parte misma del barrio ocurrió el asesinato.
Estaba seguro de que mis padres ya lo sabían. En los barrios, las noticias malas se difunden más rápido que en Twitter.
No hizo falta preguntar dónde exactamente mataron a Carlitos.
En mi sala estaban dos policías conversando con mi papá y revisando las cámaras de seguridad.
La noche anterior, Carlitos, estudiante del último año de veterinaria, volvía a su casa cerca de las 20:00 de la noche, cuando unos motochorros intentaron asaltarle y le dispararon a matar, a 100 metros de mi casa, sobre el mismo empedrado que fue nuestro patio de juegos durante tantos años.
Lastimosamente las cámaras no llegaban tan lejos. Los policías agradecieron la colaboración y se fueron. Nunca la violencia estuvo tan cerca de nosotros.
San José es un barrio de gente laburante.
Todos salíamos temprano y volvíamos de tardecita: Los padres al trabajo, los hijos al colegio. Las abuelas regando las plantas y conversando con los vendedores de yuyos, leche, ropa, electrodomésticos, que pasaban religiosamente todos los días.
En este punto, el lector puede decir:
—Pero, hay gente que muere todos los días y en peores condiciones —. Te afectó, porque nunca viviste tan cercana la violencia o la muerte. Son cosas que pasan.
Sí. Quizás. Pero ahí no termina la historia.
La mamá de Carlitos
Una tarde estábamos merendando con mi papá. Recuerdo que comíamos mamón con miel de abeja.
Sonó el timbre. Lo ignoramos. En casa, las conversaciones familiares son la prioridad. Y cuando estamos en una conversación y suena el timbre o el teléfono, la regla es ignorar sistemáticamente al intruso de nuestra paz.
La familia tiene un "código especial" para entrar. El resto no es prioridad.
Siempre me gustó esa regla.
“Acá no estamos en la función pública para atenderle a todos”, repetía mi papá como un mantra.
El timbre volvió a sonar. Miramos por la ventana y la figura en el portón se parecía a mi abuela.
—Papá no atiendas —, le dije. No va a ser abuela. Ella sabe como entrar.
—Voy a ver quién es y vengo —, me contestó. Quizás pasaron 5 minutos y él seguía en el portón hablando con la extraña.
Un poco después entró a la sala acompañado de una mujer alta, de unos 60 años y vestida con un tapado negro. Era invierno y hacía frío.
—Vamos a hablar un rato con la señora —, quédate, me dijo. Con un tono amable, pero firme.
—Soy la mamá de Carlitos, el muchacho que falleció hace unos meses—, me dijo la extraña.
—Hola señora, mucho gusto—, respondí. Pasaron 3 meses y otra vez esta historia me toma de sorpresa, pensé.
—Yo estoy viniendo porque me dijeron que acá tienen cámaras —, y quería ver si se ve algo de ese día.
Le explicamos que los policías ya habían venido a buscar las grabaciones la mañana siguiente después del asesinato y que lastimosamente no se pudo ver nada.
—¿Cuántos años tenés?—, me preguntó la mamá de Carlitos.
—26 años —, respondí.
—Ah casi la misma edad que tenía Carlitos—, me respondió fijando la mirada. Esa mirada vacía y a la vez determinada a encontrar justicia.
Claramente, no me estaba mirando a mí, sino a la juventud veía frente a ella y al abanico de posibilidades que tiene un pibe de 26 años por delante.
—¿Estudias algo? —
—Sí, estudié Derecho y hace unos años me recibí —, respondí con el estómago cada vez más revuelto. No sé si fue el mamón o el dolor que percibía en sus palabras, lo que me empezaba a hacer mal.
No sé si fue el mamón o el dolor que percibía en sus palabras, lo que me empezaba a hacer mal.
El resto de la conversación transcurrió de forma normal. Nos despedimos cordialmente y en cuanto se fue me encerré a escribir.
No podía hacer nada más que capturar las emociones que me atravesaron en ese momento. Después guardé el archivo y lo intenté olvidar.
Nunca pude hacerlo. Cada que vuelvo a visitar a mis padres y paso por la esquina donde mataron a Carlitos, esta historia vuelve a mi mente.
No porque sienta una responsabilidad con él o con su mamá, simplemente porque hay historias que queman tanto, que no las podemos olvidar.
"Hay historias que queman tanto que no las podemos olvidar"
La historia de la mamá de Carlitos es una más de las historias de dolor, perdida e injusticia, que existen en Paraguay. Porque como es norma en esta isla rodeada de tierra, la justicia NUNCA LLEGA para los pobres.
Acá transcribo textualmente lo que escribí esa tarde de 2019, después de que se fuera la mamá de Carlitos:
Y estaba ahí, en mi propia sala, la mamá de Carlitos, el joven veterinario que fue asesinado 3 meses antes a media cuadra de mi casa, viniendo de la casa de un cliente. Ella, con más de 60 años, recorre todas las tardes en busca de pistas, de testimonios o algún video que muestre algo nuevo.
Yo creo que lo que busca es esperanza.
Quedarse en su casa a esperar justicia, no es una opción.
Su marido falleció cuando Carlitos tenía 4 años. Desde ahí, él fue su motor para seguir adelante. Ella se profesionalizó. Estudió, trabajó, buscando ser ejemplo para él y lo logro.
El sueño de Carlitos era tener una Clínica para atender animales. Después no me acuerdo de lo que dijo.
Lo único que podía hacer era mirar a esa mujer, vestida de un negro total, con las ideas sueltas, pero con la mirada decidida.
Ya no era una visita para obtener el video del circuito cerrado, sino que se convirtió en la reunión de 3 personas que coincidieron en tiempo y espacio, para honrar la memoria de un vecino que ya no estaba.
Personalmente, no sé mucho de mis vecinos. Pero el asesinato de ese desconocido me impactó. Nunca tuve a la muerte tan cerca. A menos de 100 metros de mi casa.
Teníamos casi la misma edad. La señora ya no tenía más esperanzas.
Me dijo que con Carlitos se fueron sus sueños de ser abuela, de compartir un almuerzo familiar juntos, de brindar juntos a media noche el 31 de diciembre.
—Mi generación termino así —, me dijo. Con mi único hijo asesinado y sin conocer a los responsables de su muerte. Y yo, estando sola, contra el cielo y la tierra.
Ella es funcionaria de la facultad de veterinaria donde Carlitos en unos meses más se hubiera graduado como doctor.
Nunca jugué un partidito con él, ni compartimos una cerveza o nos peleamos por alguna boludez adolescente. No llegué a conocerlo en vida.
No sé si era un buen tipo o no, pero ¡CARAJO!
Tenía el derecho a vivir, a equivocarse, a sufrir, a amar. Y eso le arrebataron a él y su mamá
En memoria de Carlitos y de los sueños que murieron con él.
Actualización: En 2023, se condenó a 20 y 25 años de cárcel a los supuestos autores.